miércoles, 18 de marzo de 2015

Anécdota II (Cuando podía ver las estrellas)

Recordaba, hace poco, cuando era una niña pre-púber que sufría de migraña (o lo que fuera que esos fuertes dolores de cabeza y descompostura general tan frecuentes fueran). El problema comenzó cuando teníamos que prometerle fidelidad a nuestra patria, Argentina, a los diez años. De guardapolvo blanco impecable y virginal, nos encontrábamos alineados de ambos turnos una mañana de junio, invernal, con guantes blancos y una banda argentina que atravesaba nuestro pecho, desde el hombro hasta el moño que la manito derecha (si es que era la derecha, siempre confundo la dirección de las bandas) acariciaba nerviosamente. Las maestras nos miraban con orgullo pintado de desinterés, y podían recitar de memoria los nombres de cada uno de los casi ochenta niños erguidos, apretando los labios, que eran fríos y calientes al mismo tiempo, y en el público estaba la familia siempre tan numerosa, un conglomerado de padres, hermanos, abuelos, tíos, y quizás también el vecino del amigo del sobrino de la prima del novio de la madrina de mamá, todos con una lágrima amagando a derrocharse en cualquier momento del acto formal. Habíamos estudiado de memoria ya no recuerdo qué, pero todo terminaba con "sí, prometo", y creo que la pregunta consistía en si prometíamos lealtad a la bandera, esa, la de Belgrano, la que se alzaba en el imponente mástil del colegio, un falo gigante y masculino dentro de la femineidad sumisa (que era casi un insulto para la femineidad en general) de un colegio católico de una congregación de religiosas. Será la presión de prometer lealtad eterna a una edad en la que empezaba a vislumbrar lo efímero de la vida y lo débil de la lealtad, o quizás el frío, o vaya uno a saber qué, pero el águila guerrera no recibió mi juramento. Una palomilla blanca voló hasta un lugar seguro a deshacerse en palidez calavérica, vómitos y eso que mi descompostura acarreaba, con sus preocupados y amantes padres velando por ella, mientras el resto de mis compañeros se convertía por fin en la encarnación del patriotismo. Yo veía estrellitas, enceguecida, yo veía estrellitas.
Mi promesa de lealtad tuvo que esperar un año, y fue, por mucho, emocionante.