Más o menos siete u ocho años. No es que haya sido hace mucho, pero en el tiempo que transcurrió desde ese entonces hasta hoy en día ha cambiado un montón. De mí, quiero decir. Entre esas cosas está mi aprecio por el arte de la danza, a la que yo le tenía un bastante justificado pero erróneo desprecio. Singular, claro. Todo se remonta a la primera y única vez que asistí a una clase de baile contemporáneo junto con pequeñitas de mi edad, a los cinco o seis años, aún antes de decidir azarosamente tocar algún instrumento y terminar en clases particulares de piano. Me venció la timidez cuando me vi tan insignificante entre otras niñas que a mis ojos eran enormes, avalanchas de atención que rebosaban de actitud. Y yo, bueno, aún era una Allan Stewart cualquiera (todavía, pero no me jacto de ello). Decía de las pequeñas: Moví mis manitas al son del pop pasión de multitudes de ese entonces -Bandana- algunos minutos, que no podría precisar cuántos fueron; no recuerdo haberme despegado de mi madre, hasta salir del estudio de danzas. Un enredo imaginario se retorcía dentro de mi garganta de infante, y no sé si no se me chispotearon algunas lagrimitas pueriles e inquietas.