Más o menos siete u ocho años. No es que haya sido hace mucho, pero en el tiempo que transcurrió desde ese entonces hasta hoy en día ha cambiado un montón. De mí, quiero decir. Entre esas cosas está mi aprecio por el arte de la danza, a la que yo le tenía un bastante justificado pero erróneo desprecio. Singular, claro. Todo se remonta a la primera y única vez que asistí a una clase de baile contemporáneo junto con pequeñitas de mi edad, a los cinco o seis años, aún antes de decidir azarosamente tocar algún instrumento y terminar en clases particulares de piano. Me venció la timidez cuando me vi tan insignificante entre otras niñas que a mis ojos eran enormes, avalanchas de atención que rebosaban de actitud. Y yo, bueno, aún era una Allan Stewart cualquiera (todavía, pero no me jacto de ello). Decía de las pequeñas: Moví mis manitas al son del pop pasión de multitudes de ese entonces -Bandana- algunos minutos, que no podría precisar cuántos fueron; no recuerdo haberme despegado de mi madre, hasta salir del estudio de danzas. Un enredo imaginario se retorcía dentro de mi garganta de infante, y no sé si no se me chispotearon algunas lagrimitas pueriles e inquietas.
Entonces, como dije, se dieron cuenta de que (mejor dicho, nos dimos cuenta todos) la danza no iba conmigo, y mi adorado papá encontró una de esas actividades solitarias, sumamente estéticas y maravillosas que sólo pueden hallarse en la música. Así empecé a tocar el piano, y lo disfruté, y lo padecí, y me enorgullecí de él, y me frustré varias veces también por carecer de un verdadero talento entre mis dedos aunque no de una gran pasión en el corazón. Entonces llegó Otto a casa, que tenía como cien años, desafinado, hasta diría, por naturaleza. A veces lo extraño, aunque siga estando ahí, en el living de casa, mirando la puerta como si quisiera salir a ver el mundo con el que sólo tiene contacto a través de mí y las energías que fluyen por mis dedos, y vaya si se ha vuelto algo extraordinario contactarlo con el mundo (extraordinario en el sentido de fuera de lo normal, alejado de la rutina, una vez cada muerte de obispo).
Las chiquitas adorables y simpáticas con su ropa acorde a la moda de orfandad impuesta por las reiteradas temporadas de Chiquititas (véase Cris Morena y el lavado de cerebro a los menores, yo inclusive, claro), dijimos, no iban mucho conmigo. Sea por mi estado más mental, por una actitud altanera e inestable, por una tendencia a los pocos amigos (involuntaria, dicho sea de paso), porque andaba con un libro de química memorizando las sustancias químicas de la tabla periódica, o las razones que se quiera, yo no sé demasiado de mí. Siete u ocho años tenía, más o menos, cuando una de esas chicas (con la que tenía una excelente relación que hoy en día mantengo), hablaba de cuán buena era la danza para la salud.
"¡Bailar debería ser un deporte olímpico!", pregonaba la pueril bailarina, a lo que respondí que bailar no era ni siquiera un deporte (tan afín a participar del consenso, yo).
"Obvio que es un deporte, si te salen músculos", me respondió, señalando sus piernas.
Me dejó sin palabras, ya que, ¿qué diferencia había, entonces, entre la danza y los deportes? ¿Qué podía decir yo? Ocurrente, creativa, literaria, por no decir, verborrágica chamuyera en desarrollo, le contesté que tocar el piano era tan deporte como bailar.
Anonadada, con A mayúscula. Me miró con el ceño fruncido y preguntó desafiante en dónde se suponía que se encontraba la actividad física al estar sentado adelante de un mastodonte de madera con dientes blancos y negros todos idénticos e indescifrables para ella.
"Te salen músculos en los dedos".
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