Caían con violencia incontables bolitas de poliestireno
expandido, y yo observaba desde mi ventana. Se acumulaban en las canaletas, los
cordones de vereda, los baches de las calles y los espacios entre las chapas de
los techos, y el paisaje se parecía, un poco, a la mesa del café Violeta cuando
se me rompe el sobrecito de azúcar sin querer: Blanco, de a partes. Estaban
completamente fuera de sus cabales, parecían suicidas esas pelotitas. Se mataban, pero
lastimaban a cualquiera que se atravesara en su camino. Me dieron pena los
árboles de allá, lejos, que no tienen la suerte de contemplar el pintoresco
espectáculo desde la ventana de su habitación porque están estancados a la
intemperie. También las pacíficas aguas de mi pileta; cada golpe que recibían
me dolía a mí también, y casi podía sentir las lágrimas que soltaban
empapándome el pijama. Creo que estaban enojadas, porque se habían vuelto tempestuosas. Turbias.
Me preocupó, y mucho, el destino de los vendedores de
tergopor: Su peor pesadilla hecha realidad. Imaginé locales cerrados y niños muertos de hambre durmiendo en cajas, cómodos sobre las bolitas, y sus padres, entre lamentos, preguntándose qué cosa tan terrible habían hecho para que dios les arruinara el local sobre la calle Sarmiento. Pero un poco lo compensa la
infinita alegría que de seguro los estudiantes de arquitectura experimentaban:
Se ahorrarían millones en maquetas. Ya casi las veía frente a mí, en las calles, en las escuelas, en los museos, en mi casa. No más libros, sólo maquetas.
Intenté visualizar a mi familia, congregada en una iglesia a medio armar para escuchar al padre Alberto. Mis hermanos, de seguro, asomaban tímidamente tarritos de colores para juntar hielo, emocionados, porque nunca habían visto un granizo tan potente. Y el padre Alberto, triste, veía la atención de la gente desplazarse hacia los ventanales, y sentía su voz hacerse silencio entre los guturales gritos de las chapas desnudas, arriba.
¡Me encantan las precipitaciones!