domingo, 17 de agosto de 2014

El testigo

En pleno invierno, de madrugada, iba una figura encorvada y tiritando de frío caminando por las calles vacías de la ciudad. Nadie sabía su nombre porque nadie quería saberlo tampoco. A nadie le importa un indigente. Era sólo una irregularidad del paisaje, que, al igual que todos esos errores de la naturaleza, no podía ser alterado por la gente promedio, al parecer. Por eso, impotentes, las personas sólo se limitaban a ignorarlo. Y era inconsciente, porque no planeaban o se organizaban para afrontar este desalineo, sólo actuaban regidos por su sentido común. 
El mendigo sin nombre miraba las vidrieras que no se veían, se mojaba por la lluvia que no caía y se alimentaba de la esperanza que no tenía, mientras pensaba con la cordura que le faltaba. Se acordaba de la mujer que el día anterior le había regalado un paquete de galletitas. Y también su memoria reproducía las confusas imágenes de su charla con su fallecida madre (¿o era su esposa acaso?) que, al parecer, nadie más que él veía y escuchaba. Estaba tan aburrido de la vida, ésta jamás terminaba. Tenía la ligera sospecha de que el suplicio sería eterno, o que tal vez ya había muerto y estaba purgando sus culpas ante quién sabe qué deidad de todas las propuestas. 
Entonces, algo lo distrajo de su paseo. Una frenada irrumpió en el silencio, y el impacto de un coche contra una pared terminó de destruirlo. El hombre rápidamente se dio vuelta y corrió hacia la terrible escena. Desorientado, sin saber qué hacer, entre los vidrios rotos divisó un cuerpo humano que respiraba con dificultad, embarrado de sangre y enredado entre partes del automóvil. 
El mendigo se acordó de aquella vez que había presenciado una escena parecida, y cómo se conglomeraba la gente alrededor del hombre moribundo, mientras varios hacían llamados por sus teléfonos celulares. Poco tiempo después, unos sonidos estrepitosos y disonantes que casi revientan sus delicados oídos se escucharon a lo lejos. Muchos suspiraron con alivio cuando la fuente que producía tal escándalo se acercó. Era un vehículo blanco, del cual bajaron varias personas vestidas del mismo color, que sacaron con habilidad y cuidado al pobre infeliz que se tambaleaba por la línea delgada que separa la vida de la muerte. También otros autos que chillaban notas insoportables llegaron, y el mendigo notó con curiosidad que el trato para con ellos era diferente: más distante, de respeto y, a la vez, desafío. Y ese día reflexionó con un árbol sobre cómo la autoridad perdía poder cuando se instalaba la imagen de inutilidad en el imaginario de la sociedad. Pero no le preocupó, se limitó a pensarlo. Él tampoco quería a los policías que lo echaban de sus preciosas “camas públicas” de las plazas. 
Entonces volvió a ver al hombre herido que estaba dentro del auto. El indigente no tenía teléfono ni dinero para pedir ayuda, y si tuviera tampoco sabría a dónde llamar.  Confundido y presa del pánico, decidió sacar  al moribundo de su posible lecho de muerte. Se concentró lentamente, esforzándose por mantener la calma. Se acercó a la puerta y vio que no había sólo una figura ahí dentro, si no dos. El segundo cuerpo estaba inmóvil y tenía un agujero en la cabeza. No lo había visto porque estaba en el asiento trasero del auto, y era muy chiquito: una niña, al parecer rubia, de unos seis u ocho años, que el impacto de bala en la cabeza había dejado irreconocible.
El indigente se asqueó ante la imagen horrorosa, y su mente perdida con filosofía propia e inentendible no había podido relacionar que un impacto de bala en la cabeza no es producido por un accidente de auto, pero sí viceversa. Pensó en irse corriendo, pero entonces vio cómo la persona que había divisado desde un principio abría un ojo (al parecer el único relativamente sano) y le lanzaba una mirada suplicante que no admitía una huída cobarde. 
La última vez que había visto esa mirada fue de una mujer, que ya no recordaba quién era o cuándo había sucedido. Sólo se repetía esa sensación de compromiso y empatía, con la que se sentía humano por un momento. 
-No me dejes – aún escuchaba que ella le gritaba. 
Pero no se acordaba cómo había terminado esa historia, y ni siquiera estaba seguro de haberla vivido realmente. Para él, pocas cosas eran seguras en la vida: que el frío y el hambre traen enfermedad, que unos trozos de papel con dibujos raros se intercambian por alimento y que un perro es un perro, y nada más. Pero tampoco tenía la certeza de haber pensado eso por sí mismo, y ser dueño de su propia filosofía. Era probable que lo haya leído (cuando aún leía) o escuchado (cuando aún entendía) en algún lado. 
Con todas sus fuerzas, intentó abrir la puerta del auto para sacar del vehículo destruido a aquel que aún tenía vida. Pese al frío y su debilidad, algo más allá de él le ordenaba mantener en este mundo a ese extraño. Y cuando logró romper la traba que le impedía liberar a ese prisionero de la muerte, un ruido horrible lo interrumpió. 
Un disparo pegó sobre la puerta del auto, a centímetros de él. Con una expresión de terror en sus ojos, ni siquiera volteó a ver de dónde venía. Sólo corrió hasta encontrar un sitio seguro que le sirviera de refugio. Desde su escondite, fue testigo de todo: un BMW negro se estacionó al lado del auto chocado y unos hombres que daban miedo descendían del vehículo. Cerró los ojos cuando apuntaron con sus revólveres al infeliz que había intentado rescatar. Cuando esos individuos abominables se fueron, se sentó contra la pared de su escondite y lloró amargamente hasta dormirse en un sueño narcótico como su vida diaria. 
Al despertarse, había muchos policías y gente reunida alrededor del auto chocado. Debían ser las 10 de la mañana tal vez. Vio periodistas con grandes aparatos que grababan imágenes y sonidos. Vio reporteros preguntando a las personas conglomeradas qué habían visto exactamente, para realizar una reconstrucción de los hechos que sea rentable para el mercado de las telecomunicaciones. Se acercó lentamente, y escuchó cómo un policía hablaba ante la cámara:
“El conductor del auto estaba ebrio, llevando una menor en el asiento trasero. Perdió el control del vehículo y se estrelló contra el muro. Muchos testigos corroboran que así fue y las pericias indican…”
El indigente se horrorizó ante estas palabras. Supo que no era verdad. Recordó lo que había vivido hacía solamente unas horas, y algo profundo fuera del alcance de su lógica extraordinaria le impidió quedarse callado. 
-¡No! ¡Yo estuve ahí! – Gritó con fervor– ¡les volaron la cabeza!
Pero nadie escucha a alguien que no existe, y esa indiferencia ante su testimonio le obligó a dudar de sí mismo. Y todo lo acontecido alrededor de la extraña muerte de aquel polémico funcionario público y su pequeña hija quedó guardado en la mente del mendigo como otra de las cosas de las que no estaba seguro. Probablemente esa historia la había leído (cuando aún leía) o escuchado (cuando aún entendía) en algún lado.

Belén González Johansen, agosto 2013. 

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