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Fotografía por Micaela Flores |
Luciano se había armado un bolso chico y práctico, con dos mudas de ropa y dos o tres billetes grandes en la billetera. Andaba errante, dirían, pero tenía muy en claro su destino, sin televisión, monedas, horas o mujeres. No podía ver a través de las terribles cortinas, pero sabía que, un poco más allá, ya no había más soja, ni cerezos, ni engaño, porque estaba Buenos Aires con su respiración agitada. El agobio de la humedad latente le pegaba en la espalda, pero estaba contento de volverse bombón en el claustro y pararrayos en la pampa. Se sentía ya cansado del futuro insomnio de la ciudad rústica y desordenada de ruidos colorinches, tan diferentes al del motor; los ojos rojos ardientes de la música del loco de plaza Miserere, que jamás se rendía y dormía en un banquito entre periódicos de agosto.
No estaba muy seguro de cuando había partido, pero eran ocho horas solamente. Ocho horas de ruido y chocolate blancos.