domingo, 28 de septiembre de 2014

Ocho horas

Fotografía por Micaela Flores
Era una distancia casi tan dulce como chocolate amargo, pero un poco más ligera porque duraba ocho horas. Para Luciano era en rama, porque venía atento al ruido blanco del motor que lo hacía soñar, y podía ver con los ojos cerrados el campo sembrado de soja por la ventanilla acortinada. Una especie de claustro en movimiento. Hasta se le ocurrió que tal vez detrás del vidrio no se encontrara el paisaje rural esperado, que sea todo mentira, engaño e imaginación. O que la soja fueran cerezos en la meseta azul. Pero la pampa es pampa y no hay nada sólo pampa. Lisa como barra del blanco puro, con un molino fálico surgiendo de entre la tierra ceresiana cada tanto como un pucho prendido de los labios demacrados.
Luciano se había armado un bolso chico y práctico, con dos mudas de ropa y dos o tres billetes grandes en la billetera. Andaba errante, dirían, pero tenía muy en claro su destino, sin televisión, monedas, horas o mujeres. No podía ver a través de las terribles cortinas, pero sabía que, un poco más allá, ya no había más soja, ni cerezos, ni engaño, porque estaba Buenos Aires con su respiración agitada. El agobio de la humedad latente le pegaba en la espalda, pero estaba contento de volverse bombón en el claustro y pararrayos en la pampa. Se sentía ya cansado del futuro insomnio de la ciudad rústica y desordenada de ruidos colorinches, tan diferentes al del motor; los ojos rojos ardientes de la música del loco de plaza Miserere, que jamás se rendía y dormía en un banquito entre periódicos de agosto.
No estaba muy seguro de cuando había partido, pero eran ocho horas solamente. Ocho horas de ruido y chocolate blancos.  

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