Era un gatito diminuto, cuando lo trajeron, y sólo podía beber la leche de un gotero. Por suerte tenían aún el biberón de Sofía en el altillo. Al principio, el gatito dormía dentro de un cubretetera para mantenerse abrigado, pero cuando pudo tenerse sobre las patas le permitieron dormir en la cabaña, en la cama de Sofía. Tenía su propia almohada, junto a la de ella.
Era un gato gris, de los que suelen tener los pescadores, y creció con rapidez. Un día abandonó la cabaña y se mudó a la casa, y allí pasaba las noches en la caja donde ponían los platos sucios. Ya entonces tenía ideas propias. Sofía volvió a llevarlo a la cabaña y trató de congraciarse con él, pero cuanto más amor derramaba sobre el animal, tanto más rápido se escapaba a la caja de los platos. Cuando la caja se llenaba demasiado, el gato maullaba y era necesario que alguien lavara los platos. Su nombre era Ma Petite, pero lo apodaban Moppy.
-El amor es raro -comentó Sofía una vez-. Cuanto más quieres a alguien, menos te quiere a ti.
-Es una gran verdad -repuso abuela.- ¿Qué haces, entonces?
-Sigues queriendo -dijo Sofía con aire amenazador-. Quieres más y más.
Abuela suspiró y calló.
Llevaban a Moppy a todos los lugares que podían agradar a un gato, pero él se limitaba a observarlos y a alejarse. Cuando lo sofocaban con abrazos, los soportaba con urbanidad, pero en seguida volvía a la caja de los platos. Se le confiaban secretos terribles y simplemente desviaba los ojos amarillos. Nada en el mundo parecía interesarle a este gato, salvo comer y dormir.
-¿Sabes una cosa? -dijo Sofía-. A veces siento que odio a Moppy. ¡No tengo más fuerzas para seguir queriéndolo, pero todo el tiempo pienso en él!
Semana tras semana, Sofía persiguió al gato. Le hablaba con suavidad y le ofrecía comodidades y comprensión, y en sólo dos unas pocas oportunidades le gritó o le tiró de la cola. En esas ocasiones, Moppy silbó y se refugió debajo de la casa, pero luego su apetito era aún mejor y dormía más de lo habitual, enroscado como una bola suave e inalcanzable, una pata apoyada con delicadeza en el hocico.
Sofía dejó de jugar y empezó a tener pesadillas. No pensaba en nada, excepto en el gato que se resistía a mostrarse afectuoso. Entretanto, Moppy se transformó en un animalito esbelto y huraño, y una noche de julio no volvió a la caja de los platos. Por la mañana entró en la casa y se desperezó, comenzando por las patas delanteras, la parte posterior bien levantada en el aire. Luego cerró los ojos y se afiló las garras contra la mecedora, y por último saltó sobre la cama y se durmió. Todo su ser irradiaba superioridad.
"Ha empezado a cazar", pensó abuela.
Tenía razón. Al día siguiente, el gato entró y depositó un pajarito de color gris amarillento sobre el umbral. Le había quebrado el cuello de un solo mordisco y las gotas de sangre de un rojo vivo adornaban el plumaje lustroso. Sofía palideció y miró con fijeza el pajarito asesinado. Pasó junto a Moppy, el asesino, con pasos cortos y forzados y de pronto se volvió y salió corriendo.
Más tarde, abuela comentó el hecho curioso de que los animales salvajes, por ejemplo, los gatos, no ven la diferencia entre una rata y un pájaro.
-¡Entonces son estúpidos! -dijo Sofía con tono lacónico-. Las ratas son horribles, pero los pájaros son bonitos. Creo que no le hablaré a Moppy en tres días. -Así fue como le dejó de hablar a su gato.
Todas las noches el gato se internaba en el bosque y todas las mañanas mataba a su presa y la llevaba a la casa para que la admirasen, y todas las mañanas se arrojaba un pájaro muerto al mar. Poco después, Sofía aparecía fuera de la ventana, y gritaba:
-¿Puedo entrar? ¿Sacaron el cuerpo? -Siempre castigaba a Moppy e intensificaba su propio dolor expresando una violenta grosería en sus comentarios: -¿Limpiaron la sangre? -gritaba, o bien-: ¿Cuántos asesinados, hoy? -El café del desayuno ya no era lo que había sido antes.
Fue un gran alivio que Moppy aprendiera a ocultar sus crímenes. Una cosa es ver un charco de sangre y otra muy distinta es enterarse tan sólo de ella. Moppy se cansó, de seguro, de los gritos y de la alharaca, o bien pensó quizás que la familia se comía sus pájaros. Una mañana, cuando abuela estaba fumando su primer cigarrillo en el corredor, dejó caer su boquilla, que rodó hasta quedar en una grieta del piso. Consiguió levantar uno de los tablones y allí encontró la obra de Moppy, una fila de pequeños esqueletos de pájaros, muy limpios todos. Desde luego, sabía que el gato había seguido cazando y que nunca habría podido dejar de hacerlo. Sin embargo, cuando el gato volvió a frotarse al pasar contra su pierna, se apartó y le dijo, entre dientes:
-¡Traidor, hijo de puta! -El plato del animal quedaba sin tocar en los escalones y atraía a las moscas.
-¿Sabes una cosa? -le dijo Sofía-. Quisiera que Moppy no hubiera nacido. O bien que yo no hubiera nacido. Esto sería mejor todavía.
-¿De manera que siguen sin hablarse?
-Ni una palabra -dijo Sofía-. No sé qué hacer. Y si lo perdono... ¿para qué sirve, cuando en realidad no le importa?
A abuela no se le ocurrió nada que decir.
Moppy se hizo salvaje y rara vez venía a la casa. Era del mismo color que la isla, de un tono claro y amarillento, o grisáceo, con sombras en forma de rayas, como el granito, o como la luz sobre un lecho de arena. Cuando se deslizaba por el prado junto a la playa, su mancha era como la caricia del viento entre el pasto. Acechaba durante horas desde un matorral, una silueta inmóvil, dos orejas puntiagudas perfiladas contra el cielo, y de pronto desaparecía... y algún pájaro piaba, una sola vez. Moppy se arrastraba debajo de los pinos, empapado por la lluvia y flaco como una raya y allí se lavaba, lleno de voluptuosidad, cuando salía el sol. Era un gato enteramente feliz, pero no compartía nada con nadie. Los días calurosos rodaba sobre la roca lisa y a veces comía un poco de pasto y con toda calma vomitaba sus propios pelos, como lo hacen todos los gatos. En cuanto a qué hacía entre esos momentos, nadie lo sabía.
Un sábado vinieron los Overgard a tomar café. Sofía bajó a ver su bote. Era grande y estaba lleno de bolsas, latas y canastos y en uno de éstos había un gato maullando. Sofía levantó la tapa y el gato le lamió la mano. Era un gato grande, blanco, con cara ancha. Cuando lo levantó no dejó de ronronear y Sofía lo llevó a la orilla.
-Así que encontraste al gato -dijo Ana Overgard-. Es un gato muy bueno, pero no caza ratones, de modo que decidimos regalárselo a unos amigos.
Sofía se sentó en la cama con el pesado animal en el regazo. No dejaba de ronronear. Era suave, cálido, sumiso.
Fue fácil concretar el negocio, mediante una botella de ron para cerrarlo. Capturaron a Moppy, quien nunca supo qué le había ocurrido hasta que el bote de los Overgard ya estuvo camino a la ciudad.
El gato nuevo se llamaba Fluff. Comía pescado y le gustaba que lo acariciaran. Se instaló en la cabaña de Sofía y todas las noches dormía en brazos de su dueña. Todos las mañanas entraba a la hora del café y dormía un poco más en la cama junto a la estufa. Cuando brillaba el sol, rodaba por el granito caldeado,
-¡Allí no! -le gritaba Sofía-. ¡Ese es el lugar de Moppy! -Se llevaba pues al animal un poco más lejos y éste le lamía la nariz y rodaba con la mayor obediencia en el nuevo lugar asignado,
Cada vez era más hermoso el verano, una serie de días estivales serenos, azules. Todas las noches Fluff dormía apoyado contra la mejilla de Sofía.
-Me pasa algo raro -comentó Sofía una vez-. Creo que el buen tiempo llega a ser aburrido.
-¿Sí? -dijo abuela-. Entonces, eres igual a tu abuelo. A él también le gustaban las tormentas -pero antes de que pudiera añadir nada más sobre el abuelo, Sofía se fue.
Y poco a poco se levantó el viento, en algún momento de la noche, y al llegar la mañana soplaba un intenso viento sudoeste que escupía espuma sobre las rocas.
-Despiértate -susurró Sofía-. Despiértate, gatito mío, precioso, hay tormenta.
Fluff ronroneó y estiró en todas las direcciones unas patas tibias y perezosas. La sábana estaba cubierta de pelos.
-¡Levántate! -le dijo Sofía con energía-. ¡Hay tormenta! -El gato se limitó a volverse sobre la ancha panza. De pronto Sofía se puso furiosa. De un puntapié abrió la puerta y arrojó al gato afuera, mirándolo mientras el animal echaba hacia atrás las orejas y por fin le gritó:
-¡Caza! ¡Haz algo! ¡Pórtate como un gato! -Dicho esto se echó a llorar y corrió al cuarto de huéspedes, cuya puerta se cerró tras sí de un golpe.
-¿Y ahora, qué te pasa? -preguntó abuela.
-¡Quiero que vuelva Moppy! -dijo Sofía llorando a gritos.
-Pero, ya sabes lo que sucederá -le señaló abuela.
-Será horrible -dijo Sofía con tono grave-. Pero es a Moppy a quien quiero.
En vista de ello volvieron a cambiar de gatos.
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