jueves, 11 de diciembre de 2014

Anécdota

Más o menos siete u ocho años. No es que haya sido hace mucho, pero en el tiempo que transcurrió desde ese entonces hasta hoy en día ha cambiado un montón. De mí, quiero decir. Entre esas cosas está mi aprecio por el arte de la danza, a la que yo le tenía un bastante justificado pero erróneo desprecio. Singular, claro. Todo se remonta a la primera y única vez que asistí a una clase de baile contemporáneo junto con pequeñitas de mi edad, a los cinco o seis años, aún antes de decidir azarosamente tocar algún instrumento y terminar en clases particulares de piano. Me venció la timidez cuando me vi tan insignificante entre otras niñas que a mis ojos eran enormes, avalanchas de atención que rebosaban de actitud. Y yo, bueno, aún era una Allan Stewart cualquiera (todavía, pero no me jacto de ello). Decía de las pequeñas: Moví mis manitas al son del pop pasión de multitudes de ese entonces -Bandana- algunos minutos, que no podría precisar cuántos fueron; no recuerdo haberme despegado de mi madre, hasta salir del estudio de danzas. Un enredo imaginario se retorcía dentro de mi garganta de infante, y no sé si no se me chispotearon algunas lagrimitas pueriles e inquietas.

viernes, 21 de noviembre de 2014

Piedra negra sobre una piedra blanca - César Vallejo

Me moriré en París con aguacero, 
un día del cual tengo ya el recuerdo. 
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño. 

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso 
estos versos, los húmeros me he puesto 
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto, 
con todo mi camino, a verme solo. 

César Vallejo ha muerto, le pegaban 
todos sin que él les haga nada; 
le daban duro con un palo y duro 

también con una soga; son testigos 
los días jueves y los huesos húmeros, 
la soledad, la lluvia, los caminos...



César Vallejo (1892 - 1938) que, efectivamente, murió en París un jueves de copiosa lluvia, ignorado, desterrado y, tal vez lo más terrible, en soledad.

lunes, 27 de octubre de 2014

Antes

Me compraba, antes, caramelos con cinco centavos. Sí, con cinco centavos, y como nadie llevaba monedas de cinco me compraba dos caramelos, mínimo. Sólo con cinco centavos: caramelos. No sé qué pasó, pero ahora ya no me compró nada con cinco centavos, y con diez tampoco, cuando antes me compraba dos caramelos con diez centavos (y uno con cinco, claro) y me sentía tan feliz con mis caramelos y mis centavos. Me duele, porque ahora compro menos caramelos, y las moneditas de cinco y diez centavos se acumulan en la alcancía de lata pintada, esa que contrasta con el blanco de la mesita y la pared, del techo y el piso, porque es roja, como el color del envoltorio de los caramelos de cereza, aunque otros caramelos de otros sabores también tienen envoltorios rojos, así que no podría precisar que sean siempre de cereza los caramelos que vienen envueltos en papel rojo, como si lo carmesí fuera duda y la duda caramelo. Antes me servían para comprar caramelos, con cinco y diez centavos, las moneditas, pero antes era antes y ahora, no sé. Hace calor y los caramelos se ponen más dulces, dicen que es todo mentira, pero yo los siento más dulces, como si se evaporara algo que bloquea el despliegue de la absoluta dulzura del azúcar del caramelo; acá, no me alcanza para comprarme caramelos, porque tengo cinco centavos, y ya no sé cuánto salen, pero no salen cinco centavos, y me pierdo el dulce y los centavos y los caramelos.
Por eso me gusta besarte, porque sin moneditas ni de cinco ni de diez centavos puedo sentir el dulce del caramelo, pero no el del envoltorio rojo, sino un caramelo que no se envuelve y que se siente diferente a los otros caramelos. Quizás, como no se paga con moneditas, no sea un caramelo, pero se siente parecido, así que debe ser. Cuando hace calor, es igual que siempre, pero así de igual siempre me sorprende, porque no es un simple caramelo, tal vez sea uno evolucionado, o la absoluta dulzura. Puede ser, también, que hayas sido un caramelo, y hayas costado moneditas de cinco y diez centavos, antes, y hayas estado envuelto en papel rojo como mi alcancía, y hayas esperado y esperado mucho que alguien te comprara, días y días, sufriendo veranos de calor, hasta que el calor evaporó todo lo que te obstruía y te hiciste un caramelo más perfecto. Yo no sé, pero ahora estás acá porque quisiste estar, sin envoltorios, sin costar moneditas de cinco o de diez centavos, porque vales más que todas las moneditas del mundo y estás acá. ¿Por qué, entonces, sigo siendo infeliz, con mis moneditas que ya no alcanzan para comprarme caramelos, de esos de envoltorio rojo, que antes salían cinco centavos, y yo me compraba dos por diez centavos, y todavía más, cuando hacía calor, y se volvían más dulces?

jueves, 9 de octubre de 2014

Emma Zunz - Jorge Luis Borges


   El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el fondo del zaguánuna carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron, a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
    Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto contínuo comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el mundo, y seguiría sucediendo sin fin. Recogió el papel y se fue asucuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.

lunes, 6 de octubre de 2014

Mermelada de frambuesa


Puede no haber amor
y ser una casa vacía
de reina la soledad
que en silencio escupía
torrentes de ruidos
rosa limón filosofía

Puede no haber pasión
y ser un lugar aburrido
sin violonchelos dulces
ni contrabajos heridos
tal vez un piano fondo
toca acordes partidos

Puede no haber blanco
y ser un lugar pesado
revolearse los muebles
y lastimarse callado
sin globos de colores
pero hematoma prado

Pero jamás puede faltar
en la heladera o atrás
un frasco cualquiera
de mermelada

Desayuno, sobre la mesa
Mermelada de frambuesa

domingo, 28 de septiembre de 2014

Ocho horas

Fotografía por Micaela Flores
Era una distancia casi tan dulce como chocolate amargo, pero un poco más ligera porque duraba ocho horas. Para Luciano era en rama, porque venía atento al ruido blanco del motor que lo hacía soñar, y podía ver con los ojos cerrados el campo sembrado de soja por la ventanilla acortinada. Una especie de claustro en movimiento. Hasta se le ocurrió que tal vez detrás del vidrio no se encontrara el paisaje rural esperado, que sea todo mentira, engaño e imaginación. O que la soja fueran cerezos en la meseta azul. Pero la pampa es pampa y no hay nada sólo pampa. Lisa como barra del blanco puro, con un molino fálico surgiendo de entre la tierra ceresiana cada tanto como un pucho prendido de los labios demacrados.
Luciano se había armado un bolso chico y práctico, con dos mudas de ropa y dos o tres billetes grandes en la billetera. Andaba errante, dirían, pero tenía muy en claro su destino, sin televisión, monedas, horas o mujeres. No podía ver a través de las terribles cortinas, pero sabía que, un poco más allá, ya no había más soja, ni cerezos, ni engaño, porque estaba Buenos Aires con su respiración agitada. El agobio de la humedad latente le pegaba en la espalda, pero estaba contento de volverse bombón en el claustro y pararrayos en la pampa. Se sentía ya cansado del futuro insomnio de la ciudad rústica y desordenada de ruidos colorinches, tan diferentes al del motor; los ojos rojos ardientes de la música del loco de plaza Miserere, que jamás se rendía y dormía en un banquito entre periódicos de agosto.
No estaba muy seguro de cuando había partido, pero eran ocho horas solamente. Ocho horas de ruido y chocolate blancos.  

miércoles, 10 de septiembre de 2014

La vuelta al pago - Francisco "Paco" Urondo

No quiero volver
a ese lugar
intransitable
y escuálido donde todo parece dormido.

Quiero calor,
dolor; sin soledades
sentir
alegría, a pesar de todo.



No quiero ausencias,
ni lágrimas. No me gustan
la madres, ni las caricias, ni los buenos entendidos:
fortunas quietas, venturas inanimadas:
llegar de otros lugares,
para volver. Regresar
a mi punto de partida,
verterme como una jarra seca y consecuente.

No quiero seguir durmiendo
junto a esa fuente
que ninguna sed calma. Propongo
vivir sin dominios, simplemente.

No tengo ganas de regresar,
que mi santo sepulcro no pretenda esperarme. Quiero
inventarlo a último momento
sin pensar demasiado, sin mucho rencor,
cuando sea necesario.

1968

viernes, 5 de septiembre de 2014

La chica más guapa de la ciudad - Charles Bukowski

Cass era la más joven y la más guapa de cinco hermanas. Cass era la chica más guapa de la ciudad. Medio india, con un cuerpo flexible y extraño, un cuerpo fiero y serpentino y ojos a juego. Cass era fuego móvil y fluido. Era como un espíritu embutido en una forma incapaz de contenerlo. Su pelo era negro y largo y sedoso y se movía y se retorcía igual que su cuerpo. Cass estaba siempre muy alegre o muy deprimida. Para ella no había término medio. Algunos decía que estaba loca. Lo decían los tontos. Los tontos no podían entender a Cass. A los hombres les parecía simplemente una maquina sexual y no se preocupaban de si estaba loca o no. Y Cass bailaba y coqueteaba y besaba a los hombres pero, salvo un caso o dos, cuando llegaba la hora de hacerlo, Cass se evadía de algún modo, los eludía.
Sus hermanas la acusaban de desperdiciar su belleza, de no utilizar lo bastante su inteligencia, pero Cass poseía inteligencia y espíritu; pintaba, bailaba, cantaba, hacía objetos de arcilla, y cuando la gente estaba herida, en el espíritu o en la carne, a Cass le daba una pena tremenda. Su mente era distinta y nada más; sencillamente, no era práctica. Sus hermanas la envidiaban porque atraía a sus hombres, y andaban rabiosísimas porque creían que no las sacaba todo el partido posible. Tenía la costumbre de ser buena y amable con los feos; los hombres considerados guapos le repugnaban: "No tienen agallas -decía ella-. No tienen nervio. Confían siempre en sus orejitas perfectas y en sus narices torneadas... todo fachada y nada dentro..." Tenía un carácter rayando la locura; Un carácter que algunos calificaban de locura.

martes, 2 de septiembre de 2014

De profesores y alumnos

Gerontófila, amante del cine francés y, sobre todo, aburrida un día domingo, terminé viendo la película bastante reciente (año 2012) de François Ozon, el aclamado director, con la actuación del impecable (y muy atractivo también) Fabrice Luchini. Vale aclarar que Luchini es una suerte de amor imposible mío. Pero la película en sí me llamó muchísimo la atención, como alumna del colegio secundario y reconociéndome a mí misma como un personaje bastante perturbador.

jueves, 28 de agosto de 2014

Haciéndome un regalo


Alcanzando la envidia de aquellos que recién se aventuran en la terrible adolescencia y el respeto de esos que ya la superaron hace ya bastante tiempo, festejo mi cumpleaños de dieciocho. Me preguntan qué se siente, y yo respondo, bueno, es igual que ayer, sólo que ahora no sólo iré a votar por gusto (es un derecho, ¿vio?) y los romances con grandes diferencias de edad pierden un poco la gracia de lo prohibido. Cuando camino por la calle, cuando escucho la Elegía de Grieg, cuando contemplo una escultura extraña, suelo olvidarme de todo eso que me determina, incluyendo la edad; como mi día de hoy tuvo un poco de esto y un poco de aquello, tampoco estuve muy pendiente de lo que significa otro aniversario de haber nacido.
Sea como sea, es mi cumpleaños, y esta entrada es un regalo a mí misma. Me quiero recordar a un par de franceses que nada tienen que ver entre ellos, pero sin embargo, ¿no se complementan estas dos obras, como si hubieran sido hechas para ser apreciadas la una junto a la otra simultáneamente? ¿no atenúa la dulce guitarra las palabras tan agrias de un poema maldito? La sarabanda, de Francis Poulenc (dirección URL seguido), y "Transposición, control" de Michel Houellebecq (mi adorado Michel Houellebecq).

martes, 26 de agosto de 2014

Un siglo de Cortázar

Un día como hoy, hace cien años (casi una eternidad para mí) nacía Julio Cortázar, en Bélgica. Es extraño, porque cuando quiero ponerme a hablar de uno de mis mayores ídolos literarios, me encuentro con un vacío, una limitación. He leído muchas cosas de este hombre, pero soy una completa ignorante sobre el hombre en sí ¡Qué vergüenza, che! Y, en realidad, si recordamos su nacimiento, hacemos alusión a su existencia, su paso por el mundo como ser humano más allá del gran genio de las letras. 
¡Menuda vida la de este tipo! Sin patria, porque en la tierra de sus padres él no había nacido, y sintiéndose parte de una nación de la que estuvo fuera muchísimo tiempo ausente y donde, al regresar, tampoco tuvo una bienvenida muy grata. De palabras claras en el papel, pero español un poco raro en el habla, se atribuya a un defecto del habla, al acento de su lugar de nacimiento, a un francés inherente premonitorio de su futura vida parisina, o a lo que sea. Como los cronopios, que, según él, sufren más, porque siempre van contra todo, se oponía a los órdenes establecidos y seguramente tenía una debilidad casi de esencia por romper las reglas. Subversivos, decían entonces unos; genio, decimos otros. Un alma inquieta que nos enseñó a dar cuerda un reloj o a subir una escalera como se debe, y nos mostró lo maravillosa que es la realidad cotidiana si le prestamos la atención que merece. Pero, por sobre todo, un niño juguetón, lo lúdico, lo fantástico. 
Julito, me apena no haberte conocido, y ni siquiera haber sido contemporáneos. Pero ambos somos de virgo, y, ¿viste? por ahí tiene algo que ver. Qué sé yo.

lunes, 25 de agosto de 2014

Mi ciudad azucarada

Caían con violencia incontables bolitas de poliestireno expandido, y yo observaba desde mi ventana. Se acumulaban en las canaletas, los cordones de vereda, los baches de las calles y los espacios entre las chapas de los techos, y el paisaje se parecía, un poco, a la mesa del café Violeta cuando se me rompe el sobrecito de azúcar sin querer: Blanco, de a partes. Estaban completamente fuera de sus cabales, parecían suicidas esas pelotitas. Se mataban, pero lastimaban a cualquiera que se atravesara en su camino. Me dieron pena los árboles de allá, lejos, que no tienen la suerte de contemplar el pintoresco espectáculo desde la ventana de su habitación porque están estancados a la intemperie. También las pacíficas aguas de mi pileta; cada golpe que recibían me dolía a mí también, y casi podía sentir las lágrimas que soltaban empapándome el pijama. Creo que estaban enojadas, porque se habían vuelto tempestuosas. Turbias.
Me preocupó, y mucho, el destino de los vendedores de tergopor: Su peor pesadilla hecha realidad. Imaginé locales cerrados y niños muertos de hambre durmiendo en cajas, cómodos sobre las bolitas, y sus padres, entre lamentos, preguntándose qué cosa tan terrible habían hecho para que dios les arruinara el local sobre la calle Sarmiento. Pero un poco lo compensa la infinita alegría que de seguro los estudiantes de arquitectura experimentaban: Se ahorrarían millones en maquetas. Ya casi las veía frente a mí, en las calles, en las escuelas, en los museos, en mi casa. No más libros, sólo maquetas. 
Intenté visualizar a mi familia, congregada en una iglesia a medio armar para escuchar al padre Alberto. Mis hermanos, de seguro, asomaban tímidamente tarritos de colores para juntar hielo, emocionados, porque nunca habían visto un granizo tan potente. Y el padre Alberto, triste, veía la atención de la gente desplazarse hacia los ventanales, y sentía su voz hacerse silencio entre los guturales gritos de las chapas desnudas, arriba. 

¡Me encantan las precipitaciones!

miércoles, 20 de agosto de 2014

Roberto Bolaño

Como estoy teniendo una semana chilenísima (tengo visitantes de Chile en mi casa) pensé que, tal vez, la situación estaba para recordar un poco a Roberto Bolaño. Porque, verán, hablando con los del otro lado de la cordillera, nadie sabía nada del pobre Bolaño (esto se podría tranquilamente a sus atribuir a sus edades, pero creo que la lectura no depende demasiado de velitas que haya soplado el lector). A mí, en lo personal, me parece un escritor extraordinario, casi un emblema de Chile junto con Pablo Neruda y Gabriela Mistral. Por eso quería dedicar un post a alguno de los maravillosos cuentos con los que el ganador del premio Rómulo Gallegos 1999 me enganchó. Una especie de "amor a primera lectura".

Llamadas telefónicas

B está enamorado de X. Por supuesto, se trata de un amor desdichado. B, en una época de su vida, estuvo dispuesto a hacer todo por X, más o menos lo mismo que piensan y dicen todos los enamorados. X rompe con él. X rompe con él por teléfono. Al principio, por supuesto, B sufre, pero a la larga, como es usual, se repone. La vida, como dicen en las telenovelas, continúa. Pasan los años.

domingo, 17 de agosto de 2014

Espantapájaros - Oliverio Girondo

Siendo hoy el cumpleaños número 123 del gran poeta, me pareció acertado recordarlo un poquito. En lo particular, me resulta casi imposible hablar de poesía sin acordarme de Girondo, así como para hablar de Girondo necesito la poesía. Por eso, he aquí "Espantapájaros", algo, digamos, para mirar:


El testigo

En pleno invierno, de madrugada, iba una figura encorvada y tiritando de frío caminando por las calles vacías de la ciudad. Nadie sabía su nombre porque nadie quería saberlo tampoco. A nadie le importa un indigente. Era sólo una irregularidad del paisaje, que, al igual que todos esos errores de la naturaleza, no podía ser alterado por la gente promedio, al parecer. Por eso, impotentes, las personas sólo se limitaban a ignorarlo. Y era inconsciente, porque no planeaban o se organizaban para afrontar este desalineo, sólo actuaban regidos por su sentido común. 
El mendigo sin nombre miraba las vidrieras que no se veían, se mojaba por la lluvia que no caía y se alimentaba de la esperanza que no tenía, mientras pensaba con la cordura que le faltaba. Se acordaba de la mujer que el día anterior le había regalado un paquete de galletitas. Y también su memoria reproducía las confusas imágenes de su charla con su fallecida madre (¿o era su esposa acaso?) que, al parecer, nadie más que él veía y escuchaba. Estaba tan aburrido de la vida, ésta jamás terminaba. Tenía la ligera sospecha de que el suplicio sería eterno, o que tal vez ya había muerto y estaba purgando sus culpas ante quién sabe qué deidad de todas las propuestas. 

jueves, 14 de agosto de 2014

Carta a una señorita en París - Julio Cortázar

Andrée, yo no quería venirme a vivir a su departamento de la calle Suipacha. No tanto por los conejitos, más bien porque me duele ingresar en un orden cerrado, construido ya hasta en las más finas mallas del aire, esas que en su casa preservan la música de la lavanda, el aletear de un cisne con polvos, el juego del violín y la viola en el cuarteto de Rará. Me es amargo entrar en un ámbito donde alguien que vive bellamente lo ha dispuesto todo como una reiteración visible de su alma, aquí los libros (de un lado en español, del otro en francés e inglés), allí los almohadones verdes, en este preciso sitio de la mesita el cenicero de cristal que parece el corte de una pompa de jabón, y siempre un perfume, un sonido, un crecer de plantas, una fotografía del amigo muerto, ritual de bandejas con té y tenacillas de azúcar... Ah, querida Andrée, qué difícil oponerse, aun aceptándolo con entera sumisión del propio ser, al orden minucioso que una mujer instaura en su liviana residencia. Cuán culpable tomar una tacita de metal y ponerla al otro extremo de la mesa, ponerla allí simplemente porque uno ha traído sus diccionarios ingleses y es de este lado, al alcance de la mano, donde habrán de estar. Mover esa tacita vale por un horrible rojo inesperado en medio de una modulación de Ozenfant, como si de golpe las cuerdas de todos los contrabajos se rompieran al mismo tiempo con el mismo espantoso chicotazo en el instante más callado de una sinfonía de Mozart. Mover esa tacita altera el juego de relaciones de toda la casa, de cada objeto con otro, de cada momento de su alma con el alma entera de la casa y su habitante lejana. Y yo no puedo acercar los dedos a un libro, ceñir apenas el cono de luz de una lámpara, destapar la caja de música, sin que un sentimiento de ultraje y desafio me pase por los ojos como un bando de gorriones.
Usted sabe por qué vine a su casa, a su quieto salón solicitado de mediodía. Todo parece tan natural, como siempre que no se sabe la verdad. Usted se ha ido a París, yo me quedé con el departamento de la calle Suipacha, elaboramos un simple y satisfactorio plan de mutua convivencia hasta que septiembre la traiga de nuevo a Buenos Aires y me lance a mí a alguna otra casa donde quizá... Pero no le escribo por eso, esta carta se la envío a causa de los conejitos, me parece justo enterarla; y porque me gusta escribir cartas, y tal vez porque llueve.

martes, 12 de agosto de 2014

Mediamañana escolar

Se ven ¡allá! mesitas
todas, iguales, rectas
ridículas, ordenadas.
Pero arriba, ¡puta!
Susurran, susurran,
en susurros oscuros
de escotes egoístas

Miraba, ¡acá! nariz
imperfecta, en punta,
montañosa, destella
sobre labios ¡Y qué!
Suspiran, suspiran
suspiros imaginarios
de qué color serán

Pregunta ¡Este...! causas
Si efectos son lo mismo
iguales, verdes, azul
y se chocaron ¡Al fin!
Soñaron, soñaron
en sueños extraños
el roce de zapatos

domingo, 10 de agosto de 2014

Primeriza

Y arrancamos así, creo. Sin saber qué decir. Yo creo que debería haber un manual de instrucciones sobre cómo escribir la primera entrada de tu blog. Cortázar se la comió. Es que el problema no son las entradas, son las primeras veces. ¡Insoportables! Con la presión de salir bien, pero inmaduras por falta de ensayo previo. Los hermanos mayores, los estrenos, el primer amor... ejemplos de lo imperfecta y desequilibrada que es la vanguardia. Pero a mí me encanta igual.
¿Presentarme? ¿Hablar de palabras, de sonidos, de direcciones, de sentimientos? Qué se yo. Tal vez sea un desastre descomunal. Es que es mi primera vez.